CUADROS, LIBROS Y COSAS

Me traje al departamento cuadros, libros y cosas de casa de mi
Madre, veinte días después de su partida. Mamá dejó expresamente
asignados sus numerosos cuadros, que alcanzaron hasta los nietos,
algunos de quienes fueron retratados por su amoroso pincel, con
mayor o menor fortuna estética, como es de esperar del difícil oficio
de los colores y el trazo memorioso.

Paisajes, casas, iglesias, marinas, bodegones y
naturalezas muertas alternan con los retratos familiares y algunas
reproducciones de pintores consagrados. Detrás de ellos, vibra un
estilo particular que la impronta de su afición fue madurando a
través de largos años de persistente trabajo. De joven, Mamá tuvo un
tío maestro que incentivaría su temprano talento, Juan Vega, de
cuya mano eximia heredó un retrato suyo y copias notables de
Murillo, como “Niños comiendo frutas”, que ornaba el salón de la
Casa. Esa inquietud plástica quedó en suspenso durante mucho
tiempo, porque se sucedieron los partos y los niños, mientras el atril
y las telas dormían en el desván. La servidumbre de la mujer es
callada, aunque su grito ahogado atraviese los siglos… Pero los ojos
de mi Madre no olvidaron aquellos artilugios hacedores de luz. Y
cuando el tiempo anunció las veladas del otoño bajo su condición de
abuela, desempolvó paletas y pinceles, para pintar sus sueños
pictóricos y retratar a sus seres queridos.

Mi padre compraba infinidad de libros; algunos, muy caros,
como los volúmenes de Aguilar o de Plaza y Janés, en papel biblia
y cubierta de piel oscura. Grandes autores universales, aunque con
marcada predilección por las letras hispanas. Seleccioné ahora
para mí a Shakespeare, a Alonso de Ercilla, a Romain Rolland, a
Hemingway, ese hispanófilo que encantaba a Papá, que no es muy
buen escritor pero traspasa el poder de su gula vital… Otros libros
agregué, en ediciones sencillas o rústicas, todos con algún sentido
latente desde aquella Casa donde la lectura era un bien de consumo
diario que podíamos oler, según nuestra afición asombrada, como
el mejor pan o como el más espirituoso de los vinos. Creo recordar
que a veces mi madre protestaba por esas continuas adquisiciones,
a través de las cuales el pater familiae desviaba dinero que pudo
haber servido para cosas prácticas e imprescindibles. Era el viejo
dilema del arte y la cultura frente al pragmatismo.

Mi padre no era académico ni tampoco un escritor, aunque
poseyera talento innato para narrar historias, para encender una
conversación ávida de conocimientos. ¿De dónde provenía aquella
inquietud intelectual volcada a ese ente maravilloso que llamamos
libro? Puede que del abuelo Cándido, que había descubierto la
belleza de las letras en el latín del Seminario de Tuy, para incorporar
a su vida cotidiana la lectura que sus parientes políticos no
practicaban, quizá con la desconfianza del campesino por hábitos y
oficios que no extraigan su ánima desde el pulso de la tierra. Pero

en casa era una verdad nuestra, cotidiana, que Padre compartía
con Mamá, provista ella de educación más refinada, instruida en
la entonces prestigiosa lengua francesa que aprendió en el colegio
de monjas francófonas de Valparaíso. Había allí un punto de tácito
acuerdo. Ambos leían con fruición, pero ella era la encargada de
pronunciar para nosotros las palabras de los libros con impecable
prosodia. Ambos fueron los oficiantes de ese rito de encantamiento
que sigue siendo para algunos de nosotros la lectura.

De entre los libros heredados en este reparto fortuito, destaco
los trece grandes tomos de la Historia Universal de la Literatura,
del estudioso Giacomo Prampolini, editada en 1942 por Uteha
Argentina. Se trata de una obra para especialistas y hermeneutas,
atrevida síntesis de la historia literaria que se remonta a veinticinco
siglos antes de Cristo, en la ancestral cultura china que inventó el
papel y la tinta, hasta fines de los años 40’ del pasado siglo, con sus
autores más señeros, clasificados por lenguas, países y culturas,
según sus aportes trascendentales al oficio de escribir, entendido
como acervo universal y parte de ese libro único que Borges ansiaba
concluir para su biblioteca infinita. Mi padre cogía los enormes
tomos, buscando referencias precisas a sus autores predilectos, para
desentrañar aquellos misterios y dudas que la expresión exhibe,
solicitándonos el ejercicio constante de la interpretación. Los trece
tomos tienen marcas hechas con pequeños trozos de papel, para no
perder, el hilo, para recordar un juicio, una glosa o una apostilla
clave.

Los cuadros de Mamá cubren la mayoría de los muros
de nuestro pequeño departamento. Los libros no caben en los
anaqueles, pese a que nos deshacemos de los que juzgamos
prescindibles en periódicas limpiezas, purgas que son dolorosas,
porque el libro es más que una cosa, es un ser vivo, hecho de la
mixtura de las palabras y los sueños, siempre dispuesto a hablarnos
cuando abrimos sus brazos para escuchar el mensaje intemporal del
lenguaje creador. Estos trece volúmenes de Prampolini no sé dónde
ubicarlos. Ya se me ocurrirá algo para salvarlos del exilio o del
abandono; o del olvido, que es la peor muerte del verbo lúcido.

En las cajas aparecieron viejos álbumes de fotos desvaídas,
como si las imágenes de la existencia que se grabaron en ellas
hubiesen perdido el pulso vital, poco a poco, como un enfermo que
se apaga de modo irremediable. Los he desechado, conservando
sólo fotografías en blanco y negro, de setenta u ochenta años atrás,
que no han visto menoscabada su prestancia, evocando recuerdos
surgidos de los rincones más alejados de la memoria.

Encontré antiguas cartas; una enviada por mí a mi padre desde
La Serena, en abril de 1965, cuando yo tenía veinticuatro años. No
es una pieza literaria, pero carece de errores sintácticos. Desde su
prosa caligráfica, extraigo un párrafo, ahora que ha pasado casi
medio siglo de su escritura, porque el eco de viejos anhelos vuelve a

temblar en su escritura filial:

“Yo, papá, anhelo adquirir un campo pequeño, con una casa
grande, acogedora y cálida como la nuestra, una casa donde se
aspire el aroma de la tierra, donde se sienta el ladrido de los perros
y el trinar de los pájaros en las mañanas de primavera… Y quisiera
que usted viviera conmigo y cazáramos y pescáramos juntos, como
tanto le gusta, pues siento ahora no haber aprovechado los años
que hemos compartido, y es que sólo parecemos apreciar algo
cuando estamos lejos de ello…”

Hace catorce años que mi Padre vive en mí. Ahora, mi Madre
también comienza a habitarme. Entonces, vuelvo a recorrer las
habitaciones de la Casa, como si fueran páginas que despliego
morosamente, llenas de cuadros y de libros y de cosas que me hablan
desde los orígenes, para que recuerde y sueñe una y otra vez, sin
pausa ni sosiego.

Edmundo
Agosto 9,2012

Edmundo Moure Rojas
Poeta, Escriba y Tenedor de Libros
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