Ernesto «Che» Guevara ex vecino de Palermo vivió en la calle Araoz 2180, hasta que emprendio el viaje que cambiaría el mundo.

Caminando por las calles de Palermo, más precisamente en Aráoz y Mansilla, me recordé el haber visto una temprana foto del Che, en el balcón de una vieja casona ahora reemplazada por un no muy alto edificio de departamentos. En su antigua casa hoy hay un edificio de viviendas y una ferreteria.

NOTA DE COLOR DEL CHE
Comenta el zapatero de la cuadra de Charcas y Araoz, un viejo vecino de Palermo, que la madre del Che denunciaba al papa de Ernesto en la comisaria 21 por violencia familiar. (le pegaba). Quizas estos datos no esten registrados en ningún libro de historia y solo queden en el murmullo interminable del barrio.

En la foto se lo veía recostado y muy ufano como desafiante. Con no más de veinte años. Lo imaginé en esa cálida tarde de verano mirando la copa de los árboles, y luego parándose para mirar las dos cúpulas de una tradicional Iglesia de nuestro barrio, por ese entonces fines de los cuarenta, mucho más bajo que hoy.

¿Habrá sido la energía de nuestro barrio la que luego le permitió erigirse en una suerte de símbolo contra la opresión? Quién lo sabe.

El Che es argentino. Pero no lo es. Azarosas circunstancias quisieron que naciera en Rosario, que pasara una parte de su adolescencia en Córdoba debido a sus problemas con el asma, que luego su familia se mudara a San Isidro, pero sus ya conocidos viajes a través de Latinoamérica lo convirtieron en un ciudadano de nuestro continente.

Su vocación de médico y su sensibilidad lo llevaron desde temprana edad a preocuparse por luchar contra la centenaria opresión que azota a nuestro continente. Y en esos tempranos viajes, uno de ellos tan bien retratado en la película Diarios de Motocicleta del director Walter Salles, tomó contacto con la dura realidad que azota a cada pedazo de ella.

El Che Guevara es el argentino que más se conoce en el mundo, porque la fama de Maradona se monta sobre el deporte más popular, y además, porque dentro de cincuenta años, la fama del futbolista, probablemente no tenga esta relevancia y si la del Che.

La personalidad e imagen del Che excede el tiempo. Su imagen esta estampada en centenares del miles de brazos por todo el planeta como un símbolo de pureza , de honestidad, de consecuencia. Su ya tradicional foto tomada por el prestigioso fotógrafo Alberto Korda ha sido tatuada en cuanto brazo haya, entre ellos los del propio Maradona y Mike Tyson.

No quiero escribir aquí sobre la Sierra Maestra, ni sus viajes por el continente africano, su muerte en Bolivia. Sólo quería recordar que alguna vez el Che estuvo también recostado en un balcón de nuestro barrio, mirando los mismo árboles que nosotros, la mismas calles, antes revestidas de adoquines, que nosotros, paseando por las mismas plazas y respirando este aire. El Che es tan popular porque no permitió que su corazón se contamine. Lejos de quedarse con un cómodo Ministerio, salió cuantas veces pudo a luchar por sus ideales. Y por ello es respetado por todos, incluso por aquellos que no compartieron sus ideas.

Mientras me alejaba de esa esquina pensando en las vueltas que tiene el destino, me pregunté porque aún nuestro Che, el Che de todos, el de esa imagen pura pero arrolladora, aún no tiene una calle con su nombre en nuestra ciudad. Torturadores, corruptos, asesinos de indígenas, exterminadores, banqueros o ladrones, pueblan con sus nombres y apellidos las calles de nuestra ciudad y nuestro barrio. Pero nadie lleva en su pecho una camiseta con sus imágenes. ¿Será por eso?

Promediando los 18 años de edad, Ernesto se graduó de Bachiller a fines de 1946. Entonces su padre le gestionó a él y a su amigo Tomás Granado, un trabajo en la Dirección de Vialidad en Villa María. Mientras tanto, a principios del ’47, ambos amigos comenzaron a preparar el ingreso a la Facultad de Ingeniería de Córdoba.
Por aquellos días se había agravado la salud doña Ana Lynch de Guevara, la abuela paterna de Ernesto, y la familia debe mudarse nuevamente a Buenos Aires. La situación económica de los Guevara había empeorado y la relación entre Celia y Ernesto (padre) se estaba deteriorando.

Con Ernesto (hijo) estudiando en Córdoba, en los primeros tiempos vivieron en la casa de la abuela. Estaba ubicada en Arenales y Uriburu del porteño Barrio Norte. En marzo del ’47, se enfermó doña Ana y su nieto se trasladó de urgencia a la Capital Federal para acompañarla en sus últimos días.

El deceso de la abuela lo marcó definitivamente, a tal punto que fue uno de los desencadenantes de la decisión de inscribirse en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires y volver a vivir con sus padres.
Una foto en el balcón de la casa de la calle Araoz

Al año siguiente se ven obligados a vender la plantación de yerba-mate que tenían en Misiones y con ese dinero adquieren la casa de la calle Araoz 2180, casi frente al Colegio Guadalupe, en el barrio de Palermo. Esta sería la última vivienda que habitaría el Che en Buenos Aires hasta su partida definitiva en 1953.

En esa casa Ernesto tenía por dormitorio una habitación pequeña con un gran balcón corrido que daba a la calle. Allí compartía su cuarto con Roberto. Tenía una cama marinera doble, un gran ropero, una cómoda, dos pequeñas bibliotecas, una mesa y una mesita.

Durante 1948, se inscribió para cumplir con la Ley de Enrolamiento Obligatorio, y al examinarlo, de acuerdo con los requisitos físicos del Ejército Argentino, lo declaran no apto para cumplir el servicio militar.

El deportista en cuestión era un joven fuera de lo común. El tiempo y el propio Guevara se iban a encargar de confirmarlo en los hechos. A pesar de su asma y que por ello tenía recomendado abandonar el rugby, era muy terco y se resistía.

El comentario de quienes lo conocieron nos pinta al Guevara de fines del ’40. Tatiana Quiroga, su amiga de la infancia, retrató a Ernesto como «una especie de hippie enfermizo». María del Carmen Ferreyra, Chichina, su ex novia cordobesa recordó que Ernesto «… me fascinó; su físico obstinado y su carácter antisolemne, su desparpajo en la vestimenta nos daba risa y, al mismo tiempo, un poco de vergüenza (…) Éramos tan sofisticados que Ernesto nos parecía un oprobio. El aceptaba nuestras bromas sin inmutarse».

Para Abel Posse era «… tierno, pero aporteñadamente arrogante. Seguro de su lugar social e insolente como para permitirse andar con camisa sucia y zapatos de diferente color…» , «… se permitió creer que la vida sólo valía como aventura».

El dibujante y humorista Landrú rememora: «… mi cuñado jugaba a los dados con sus amigos y entre ellos estaba el Che Guevara. El Che era petitero. Le decían «La Chancha» Guevara, porque después de jugar al rugby no se bañaba y así nomás se iba a bailar. Sus amigos lo querían mucho».

Nota: Los petiteros tenían fama de ser antiperonistas. Vestían de una manera muy especial: con un saco corto, con dos tajitos. En aquellos años, fines de la década del ’40 y principios de la del ’50, cada vez que había algún lío político, los peronistas iban al Petit Café y rompían alguna vidriera.









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