Carlos Penelas

Falsificaciones, fábulas y leyendas. Escribe Carlos Penelas.

Los peronistas debieran probar que son honestos

Mario Bunge

 Recalcitrantes. Así solía nombrarlos mi padre. También decía inciviles. Mi padre, que sólo acudió dos años a la escuela, que  trabajó en el campo desde los seis cuidando cabras en el monte, fue desde joven un gran lector. También fue amante de la música, del cine mudo, además del fútbol y del boxeo. Había nacido en Galicia, en Espenuca, una aldea olvidada del planeta. A veces los llamaba incurables, contumaces. Decía que eran irremediables, impenitentes. Cuando el fastidio, la irritación o la indignación eran extremos solía blasfemar en galego y en castellano.

Del otro lado las cosas no eran mucho mejores, pero había nombres respetables, seres significativos. No muchos, pero los había. Hombres y mujeres honestos, laboriosos, rectos, íntegros. En mi hogar escuchaba sus actos, sus vivencias. Y los había de distintas ideologías, con matices;  conductas probas.

Hoy, después de tantos años debo confesar que cuando mi padre opinaba del peronismo no se equivocó. Es una pesadilla que se universaliza. El conflicto estructural que generó el peronismo en el cual vivimos – con sus distintas nomenclaturas – lo construyó a partir de un imaginario social. Los mismos burócratas sindicales, las mismas patotas, los mismos discursos envejecidos; conceptos demenciales. Diez, veinte, treinta, setenta años en una poltrona. Además de los ilícitos. Y todo vale. Valen los bombos, las vinchas, el choripán. Eso sí, cada día más degradada una sociedad. Pero siempre voluble en una suerte de hipnosis nacional y popular, con alianzas, relatos heroicos, complicidades, consignas al borde del extravío. Según los tiempos son de derecha o de izquierda, no siendo en el fondo ni lo uno ni lo otro. La corrupción es un pensamiento pequeño burgués, entonces. Perpetuación enfermiza,  pragmatismo que marcha de la mano con la barbarie.  A esto la simbología, la apropiación de una épica, contaminación de la historia. Una mezcla de patriotismo rancio con una suerte de izquierda acomplejada, iletrada. Algunos escapan a este circo mafioso, pero son tan pocos que no significan nada ante aplausos, vítores y pancartas. En los últimos tiempos el delirio hace que sean progres. Se suman a lo que sea, construyen un rito. Y siga el baile.

Siempre fieles a las consignas. Las del general o las del secretario del general. Y las lecturas llevan la demonización de la atmósfera, de los estados de ánimo, de la toga inmaculada del líder circunstancial. Pueden estar con los movimientos guerrilleros y al mismo tiempo contra ellos. Adhieren a jerarcas hasta que descubren que son traidores, que esos que elevaron al trono no son parte de la patria, de lo nacional y popular. No existe autocrítica ni arrepentimiento: los corruptos son otros. Entonces entrecruzamientos,   apelaciones, juego dialéctico, eterno retorno. No sólo la falsificación sistemática de la realidad, la inversión de toda la realidad. El mito dando en la cabeza: la alegría es peronista, el amor es peronista, la madre es  peronista, la patria es peronista. Final de partida.

 El peronismo es un sentimiento; es parte de la fe, del contubernio. Así sucesivamente, sin piedad, con una continuidad sin escrúpulos. Luego  justificaciones, proezas, victimización (siempre suma), promesas, demagogia,  medallas.  Pobrismo y obsecuencia. El tiempo circular. En estos días de decadencia lingüística, donde los jóvenes y no tan jóvenes conocen trescientas palabras, donde ignoran historia, matemática, ideología, geografía, nociones elementales de arte, es natural que sean parte de esa masa que terminan derrumbando la escultura de Cervantes en Boston y le escriban genocida o destruyendo el busto de Ortega y Gasset en Buenos Aires . En esto estamos, en un mundo caótico.

Así funciona el populismo, es la esencia de una mentalidad, de una conducta. Hay tal vez, como afirma Loris Zanatta, “una cultura del fracaso” donde necesariamente debe confirmarse con el tono, el método y el espíritu el accionar vertical, clientelista. Entonces surge rencor, odio, envidia, desatino. Y otra vez la idea del pueblo elegido, el espejismo, la promesa de salvación, el milagro de la verdad revelada. Es una droga que regresa y regresa y regresa. En la comparsa bailan intelectuales, empresarios, estudiantes, lumpenes, prestamistas, sacerdotes, sectas, funcionarios, profesionales, escruchantes, borrachos, perros callejeros… Cambian líderes, ismos, banderas.

 Estamos victoriosos lanzando hurras  ante la Armada Brancaleone; muerta y renacida cien veces, rechazada y ungida, glorificada y martirizada. Porque modifican historia, fechas,  batallas, espectros. Renace por vigésima vez Tarquino el Soberbio, Lucrecia, Aristodermo de Cumas o Publio Valerio Publícola. Alguien me dijo una vez que los justicialistas eran deshonestos, que carecían de autocrítica, que viven enajenados por el síndrome de hubris. Tal vez recalcitrante no era la palabra, quizá debió decir desmesura. O ambas, pero ya no sé.  Memento mori.

Carlos Penelas

 Buenos Aires, septiembre de 2020