La expectativa del niño que fuimos en el adulto que somos.

Por Violeta Vázquez y María Andrea Gonzalez, autoras de ‘Ensambladas, todo tipo de familias’ (Ed. Albatros)

¿Cuál es el riesgo más grande de tener hijos? Ser sensible a la mirada crítica que portan. Cuando llegan al mundo, se las inventan para exiliarnos, para aborrecernos, para demandarnos. A prepararse: no nos querrán lo suficiente, no nos aprobarán lo suficiente, no nos darán ni siquiera la tranquilidad de crecer sanos, fuertes y felices.
Se suicidarán varias veces, nos pedirán socorro y volverán a dejarnos, porque a eso vinieron, a mostrarnos que somos muy capaces de fallar. Dirán que no les dimos a elegir la vida. Que no somos más que un punto de partida.

Entonces, imagino la espectacular idea de concebir una niña. Una niña sin heridas en el alma, con la mente lúcida, una niña antiprincesa, luchadora y feminista. Electora de hombres sin hechizo. Concebiré una niña que sepa lo que quiere y que lo lleve a cabo, que se ría de sus desgracias con desenfadado optimismo. Lo haré, pariré esa niña. La llamaré Bruna, Leona o Javiera y le otorgaré la personalidad de los dioses. No será artista, porque los artistas se hacen artistas no por placer sino por analgesia.
Para ella, ser mujer no significará estar partida en dos mitades irreconciliables.

No hace falta mucha lucidez para interpretar que lo que me pido a gritos es parirme a mí misma. Por fin ser esa mujer libre del agujero nuclear del abandono. Una mujer ¿es, también, su propia madre? ¿Debe serlo? ¿O es, simplemente, un derecho?