Carlos Penelas

La princesa y el grotesco. Escribe Carlos Penelas

La picaresca es un género que los argentinos conocemos casi de memoria. También el sainete. Hay una legión de pseudos intelectuales, políticos, periodistas, escritores, que forman una suerte de Armada Brancaleone. Van por el mundo, por lo general, al compás de bombos, platillos y estandartes. Muchas veces -gracias a su ingenio, a su hipocresía, al maquillaje filosófico – son recibidos y agasajados con premios y elogios. El contubernio hace el resto. De estos filisteos he conocido muchos. Saben embaucar, poseen una destreza telúrica interesante. Además, suelen ser categóricos. O balbuceantes. O distraídos. Vienen del pensamiento suburbano, con un claro sentido populista salido de confabulaciones glamorosas. Forman una cofradía. Recuerdo siempre a uno de ellos que llegó, por un tiempo, a confundirme. En verdad nunca trabajó pero se hizo sindicalista. Luego periodista, escritor, historiador. El vértigo lo hizo saltar del stalinismo al nacionalismo, del nacionalismo al fervor de cargos oficiales y de allí al escándalo. El lector avisado -el único que me interesa- sabrá el porqué de éste artículo. El caballero se promocionó como creador de la investigación. Sin escrúpulos hizo del plagio una profesión. Lo que sigue es una síntesis de lo publicado en diferentes medios. Mejor escrito, claro, de aquello que intenta hacer pasar por suyo. El saltimbanqui, trepador y demagogo, nos genera piedad. Al fin y al cabo, otra criatura del Señor.

Existió en Buenos Aires, a principios de 1900, una banda de travestis. Su personaje central era gallego, había nacido en un pueblo de La Coruña en 1873. Llegó a Buenos Aires en 1899, luego viajó a Santiago de Chile. Un joven de la sociedad chilena llegó a suicidarse por ella. O por él, a veces se me complican los géneros. Trabajó en el Moulin Rouge de Río de Janeiro, Brasil. Sin límites, se presentó al Congreso Nacional de Paraguay solicitando una pensión como viuda de un guerrero. Llegó a acumular una fortuna considerable de la cual vivió hasta su vejez. Para otros historiadores, murió en la pobreza. Querido lector, su nombre real era Luis Fernández. Se presentaba como la Princesa de Borbón. De niño le gustaba ponerse la ropa de su madre.

La mencionada princesa era parte de un grupo de hombres que se vestían de mujer y embaucaban, a principios del siglo XX, en varios países de América del Sur. Estafan y robaban a los incautos que admiraban sus formas. Se los conoció como “los ladrones travestis” y se los solía reconocer – aquellos que tenían los ojos bien abiertos – en las calles. Solían desaparecer, al ver a algún agente de policía, en carruajes que sus compinches arrimaban o en los primitivos tranvías.

Solían ser personas cultas, finas, gustadores de la música, la poesía, las flores y los trajes elegantes. Si le los detenían lloraban acongojadas, declaraban trabajar como peinadoras de damas. Formaron burdeles donde acudían los señoritos de la sociedad que apelaban a lo nuevo, a la cultura de la fachada. Tenían olfato no sólo para el engaño y la estafa sino para darse cuenta de la historia folletinesca de una clase social que hablaba de un moralismo con entonaciones cristianas y patrióticas.

El más famoso, el más popular fue nuestro amigo Luis Fernández o, si usted quiere, la Princesa de Borbón. Se dice – consulté fotografías – que era alto, de rasgos suaves, de voz atenuada, de ojos grandes y provocadores. Usaba a menudo un sombrero negro adornado con una gran pluma. Usaba medias caladas -negras, negras- y el calzado era de primera. Las crónicas nos informan que fue detenido en veintidós oportunidades.

En Lima se hizo pasar por la hija de un millonario mexicano. Se hospedaba en hoteles lujosos. Allí, según un artículo de época, conoció a otro travesti que comenzó a acompañarlo en sus halos románticos y putañeros. Su nombre: La Bella Otero. Juntos fueron al Uruguay. En Rivera nuestro Fernández, nuestra Princesa, conoce en el Club Social de la ciudad nada menos que al comisario del pueblo. Y se hace amante del “tira” oriental. Ambos entraban de la mano al Club Social. La globalización no había hecho pie. El público, callado, observaba a los enamorados.

Con el tiempo adquirió fama de bailarina en los cafés nocturnos de Montevideo, Santiago de Chile y Río de Janeiro. En resto de su vida lo pasó en Buenos Aires, como debe ser, disfrutando de su dinero acumulado.

Como podemos sospechar – filoso lector – el teatro de la vida nos trae (desde los griegos) episodios, ficciones y aplausos. Se apagan las luces, las bambalinas y los teatristas terminan la función. Con el tiempo le traeré otra historia de conversos y mutaciones. En medio de este aquelarre podemos pensar en la palabra “cementerio”. Por su etimología, que viene del griego, se encuentra ligada al concepto de “dormitorio”. Aquí, entre los dos conceptos, los mitos, las creencias, las leyendas. Y una mirada del ser humano tragicómica. Nos estamos viendo.

Carlos Penelas
Buenos Aires, diciembre de 2017