Las trampas del discurso “institucionalista” Por Ricardo Alfonsín*

Desde hace algún tiempo, en ámbitos distintos, de boca de políticos, analistas, periodistas, o simplemente ciudadanos, se escucha la idea de que los problemas argentinos sólo requieren, para su superación, de la presencia de gobiernos respetuosos de las instituciones y decentes en el manejo de los dineros públicos.
Es claro que con la expresión “respeto a las instituciones” se alude, en general, a dos principios centrales de la arquitectura gubernamental nacional: la división de los poderes y los controles recíprocos entre ellos. En otras palabras, hay respeto institucional cuando cada uno de los poderes establecidos en la Constitución ejecuta las competencias que le son propias y no avanza sobre las de los demás.

La creencia aludida afirma que si se respeta la independencia de los poderes, si se deja que opere el sistema de controles recíprocos, y contamos con funcionarios decentes, los problemas de los argentinos se irán resolviendo.

Aunque parezca innecesario aclararlo, hay que decir que lo mínimo que los ciudadanos pueden exigir a sus representantes es ejemplaridad en el ejercicio de sus funciones. Ser honesto y respetuoso de las instituciones son condiciones mínimas para ello. Lo digo para que no me acusen de relativizar estas exigencias. Son centrales.

Ahora bien, convertir esas dos condiciones necesarias en suficientes para resolver los problemas resulta al menos excesivo. Y, a decir verdad, interesadamente excesivo.

Gobernar (la política) puede ser entendido como la tarea que tiene por objeto decidir cómo organizar los distintos aspectos que genera el hecho de que los humanos no podamos vivir sino es en sociedad. Si no fuéramos naturalmente sociables, los gobiernos no serían necesarios. Por supuesto, los problemas, así como las decisiones que se toman para enfrentarlos, cambian o pueden ir cambiando a lo largo de la Historia.

Mencionemos algunas de las cuestiones sobre las que debe decidir hoy cualquier gobierno. Por ejemplo: la matriz productiva más beneficiosa, la relación entre el gobierno y la economía, la forma en la que se financiará el Estado, la naturaleza de las relaciones comerciales con otras naciones, el rol del Estado en la educación, la ciencia y la tecnología, la forma en la que se afrontarán las consecuencias de la vejez, el papel del Estado en la salud y la seguridad pública, la relación entre el capital, el trabajo y la naturaleza, la forma en la que se atenderá la creciente robotizacion de la producción. Estas no son sino algunas de las cuestiones, con gran impacto en las condiciones de vida, sobre las que cualquier gobierno debe decidir.

El respeto a las instituciones y la decencia en el manejo de los recursos públicos es compatible con decisiones diversas, incluso contradictorias.

Puede haber un gobernante que decida, por ejemplo, privatizar el sistema de seguridad social y la salud pública, arancelar la universidad, primarizar la produccion, abrir indiscriminadamente la economía, reducir los impuestos directos y elevar los indirectos; minimizar la protección legal a los trabajadores y dejar que el mercado regule las relaciones entre capital y el trabajo o entre el capital y la naturaleza. Puede tomar todas estas medidas sin apartarse un ápice de los procedimientos institucionales y sin que nadie toque un centavo indebidamente. También puede, con relación a las mismas cuestiones, tomar decisiones opuestas a las anteriores, e igualmente de manera muy honesta y sin contrariar institución alguna.

Los “expertos” deben venir después de que hable la Política. Y cuando digo la Política digo después de que hayan hablado los ciudadanos.

La pregunta, entonces, es: ¿por qué razón algunos pretenden instalar la idea que se mencionó al inicio de este artículo? Hay quienes tienen interés en mantener alejada a la sociedad de la discusión sobre los contenidos de las decisiones y sus alcances. Y una buena manera de hacerlo es que la gente esté concentrada en cuestiones relativas a la corrupción y la falta de respeto a las instituciones. Son los mismos que dicen que las ideologías no existen. Son los que afirman que las decisiones de los gobiernos son cuestiones técnicas, y que lo mejor que podemos hacer es dejarlas en manos de los expertos, alejarlas de los políticos y los ciudadanos. Los expertos son necesarios. Pero la Política (con mayúscula) lo es más. Debe preceder a los expertos. La Política es el territorio en el que se discuten la justicia, la libertad, la equidad, la dignidad y, también, los intereses. En ese territorio no hay expertos. Ellos vendrán después de que haya hablado la Política. Y cuando digo la Política digo después de que hayan hablado los ciudadanos.

Lo que ocurre es que la voz mayoritaria de los ciudadanos puede contradecir intereses minoritarios, como los de los sectores económicamente más poderosos. Por eso para algunos lo más conveniente es mantener a los ciudadanos concentrados sólo en la honestidad y el respeto institucional. Y para ello puede ser muy útil que la gente dé por cierto que con gobernantes honestos y respetuosos de las instituciones todo lo demás andará muy bien.

Está claro que tarde o temprano la sociedad advertirá que no existe una relación directa entre el respeto institucional, la decencia, y la solución de los diferentes problemas que deben enfrentar los gobiernos. Pero lo importante es que lo advierta a tiempo. Ocurre que los gobernantes suelen tomar decisiones con la pretensión de que sean irreversibles y a veces lo consiguen. Hay otras en las que no, pero la reversión resulta costosa para la sociedad.

Para terminar, las cosas serían muy diferentes si a la palabra institución le asignáramos un sentido más amplio. La Constitución es una institución. Decir que respetar la Constitución resolvería los problemas de los argentinos no encerraría la distorsión conceptual descripta en las líneas anteriores. Cumplir con ella no es sólo respetar los principios que gobiernan la arquitectura institucional sino también los derechos consagrados en la Carta Magna y los que establecen los tratados internacionales que acoge.

Sería bueno que el lector hiciera un recorrido rápido por ese territorio que es la Constitución Nacional para recordar los derechos que forman parte de su geografía. Menciono algunos: el derecho al trabajo digno y a una retribución justa, el derecho de los trabajadores a participar en las ganancias, el control de la producción y la administración de las empresas. También están: el derecho a organizarse libremente en sindicatos, a celebrar convenios colectivos, a la huelga, a la protección integral e irrenunciable de la familia, a la jubilación móvil, a una vivienda digna, a la educación, la salud, la igualdad de oportunidades y a vivir en un ambiente sano.

Estos son sólo algunos de los derechos consagrados en la Constitución. No veo a los que reclaman, con razón, que se cumpla con la división de poderes, reclamar el cumplimiento de estos derechos.

Parece que todo lo que se oponga a las exigencias de una economía desvinculada de lo social se califica de populista.

El otro día me preguntaban qué es ser progresista. Cumplir con la Constitución, respondí. Con el Estado Social de Derecho que está consagrado en ella. Y agregué que, tal vez, a algunos les parezca populista, no sólo mi respuesta sino también la Constitución. Ahora parece que todo lo que se oponga a las exigencias de una economía despolitizada y desvinculada de lo social es populismo. Cuidado, no vaya a ser que de la democracia populista nos lleven a la democracia plutocrática. Sólo la Política podrá impedirlo. Es decir, los ciudadanos.

* Director de Replanteo