Me castigo, te castigo. «Mala Madre»

Por Flavia Tomaello, autora «Mala Madre», ed. Urano.

Hay precios que las mujeres transfieren a sus hijos porque ellas mismas no fueron capaces de cobrarlos a quien correspondiera, aún cuando ese deudor fueran ellas mismas.

El proceso de ser madre, aunque es natural en todas las especies, no es simple. Aunque lo físico cuenta con un camino de transformaciones que acompañan el proceso, la psiquis está escondida detrás de un árbol acechando, y no siempre se coliga a ese camino.
Parir es un hecho físico. Criar involucra a dos personas que exceden su cuerpo y comprometen en el proceso su psiquis en una situación de poder. En los primeros años uno enseña, el otro aprende; uno da, el otro recibe; uno pone pautas, el otro obedece… El tiempo comienza a revertir esa jerarquía y -si todo evoluciona con naturalidad- tenderá a equipararse el juego de fuerzas.
Sin embargo, los integrantes de este juego son seres humanos que, además de criar y dejarse criar, sufren sus propias crisis personales. En este escenario, es que se debe asumir que no necesariamente por el hecho de haber sido portadora de una panza se es una persona saludable, y -por ende- capaz de formar a otro individuo.
Nelinda G., 36 años, vuelve a su pueblo natal a buscar a sus tres hijas de 10, 12 y 15 años. Las dejó allí 8 años antes al cuidado de su madre y partió a buscar empleo. Poco se supo de ella por entonces. Al regresar, hizo valer su derecho materno y se llevó consigo a las tres. Dijo tener trabajo y cómo sostenerlas. Su ex marido se resiste, prefiere tenerlas cerca, aunque viviendo con su suegra. La madre finalmente se las lleva. Llega a la gran ciudad y sigue con sus ocupaciones en el prostíbulo en el que trabaja. Les enseña el oficio desplegándolo frente a ellas. Pronto son cuatro que alimentan sus arcas.
Es común en el cuadro donde se rompe el instinto -donde se desconoce al hijo como tal- que la mujer, cuando desea atacarse a sí misma, lo haga a través de sus hijos, porque para ella son extensiones de sí mismas. Esto la convierte en víctima (porque se daña al dañar a sus niños) y victimaria (porque opera sobre ellos).
La sociedad mira a la embarazada desde la inmaculada panza, pero no se piensa en ella como sujeto independiente, como mujer, ser humano, que puede ser (buena, mala, o en medio de ambos términos tan polares) ajena a la maternidad. Una madre muchas veces puede ser monstruosa, sencillamente porque el ser humano puede serlo.
Corría una mañana de noviembre del 2003 cuando en Choele Choel, Río Negro, Argentina, Karina Giles de 32 años calmadamente inicia un asesinato en serie. Acostó boca abajo a cinco de sus siete hijos: un bebé de dos meses, dos mellizos de 2 años, otro de 4 y el último de 8. Munida de una frazada los cubre y los asfixia hasta matarlos. Dos hijos sobrevivientes quedan: una adolescente de 15 años que vive con su abuela y una de 9 que escapa y da aviso de la masacre a los vecinos: “mi mamá está matando a mis hermanos”. La mujer había estado internada tiempo antes porque sufría delirios de persecución y era maníaco depresiva. Tras ser sometida a un tratamiento psiquiátrico y ser dada de alta regresó a vivir con sus hijos y su esposo, que también es el padre de los niños. El se encontraba en ese momento trabajando en el campo, como lo hace habitualmente. Karina Giles, repetía cuando fue detenida por la policía: «lo volvería a hacer una y mil veces. Lo hice para que no sufran». Fue declarada inimputable e internada, porque se la consideró peligrosa para sí y para terceros. ¿No era previsible que una mujer con cuadros de este tipo, aún tratada, estaba sometida a mucha presión criando sola seis niños pequeños?

Se trata de comprender

Rastrear el paso de las generaciones, permite preparar a la mujer de hoy para saber los monstruos a los que ha de enfrentarse. La carencia afectiva en la infancia pone en debate las posibilidades de generar empatía al maternar. Aquella mujer que está debilitada emocionalmente, está en desequilibro a la hora de encarar las exigencias de la maternidad. La prostitución, por ejemplo, es un mensaje doble: un tercero reconoce el valor del cuerpo de la mujer porque paga por él, cuestión que otorga cierta sensación de satisfacción; pero a la vez se castiga ese cuerpo degrad_andolo. En cierto juego siniestro se establece una venganza contra la primera madre que no proveyó del afecto faltante. Cuando se somete a los propios hijos a ese castigo, se intenta seguir vengando a aquella madre.
La dificultad que se presenta está arraigada socialmente: cuando ocurre un hecho como los antedichos gana el horror de lo imposible. Del desgarro del trastorno máximo, porque se descree que una madre pueda arribar a ese nivel de atrocidad para con sus hijos. La lectura social anida en la creación del mito de la maternidad impoluta. Hay ejemplos extremos, pero existen moderados que crecen bajo la misma sombra. El desasosiego que se demuestra ante una madre que prostituye a sus hijos o que tolera el abuso por parte de una nueva pareja deja una boca demasiado abierta de asombro. ¿Cómo puede una madre hacer esto con quien salió de su vientre? Precisamente porque es parte de sí misma y porque ser madre no la inmuniza.
La sociedad misma se defiende hablando de la crueldad que no es posible de creer. Pero se protege sin intentar entender la psiquis de esa mujer que no podía lidiar con su presión, que no podía confiarle a nadie sus sentimientos, el deseo de renunciar a todo, el no saber qué hacer y salir corriendo. La sociedad tiene como responsabilidad asumir esas realidades, acogerlas, destinar recursos a estas mujeres. Un acto de violencia estuvo siempre precedido por humillación. El hombre tiene el poder público y la mujer el poder doméstico. Cada uno ejerce sus demencias (mínimas o extremas) en esos ámbitos. Como decía Baruch de Spinoza, «no se trata de reír ni de llorar, sino de comprender».

Buena madre vs. habilidades de madre

El niño llora porque es lo que puede hacer para manipular la atención de su entorno. No le llora a la mamá, así como no le hace caca a ella… El hijo, en su primera infancia y paulatinamente un poco menos luego, depende de manera absoluta del adulto que lo rodea. Esa necesidad es traumatizante para las dos partes. El bebé no puede contarlo, pero ciertamente si pudiéramos empatizar con él, considerar que estamos sucios, o que tenemos hambre y estamos impedidos de satisfacer cualquiera de esas necesidades solos porque estamos atados de pies y manos, sentiríamos una fuerte angustia, a la par de una requisitoria irrefrenable a quien esté cerca para que nos dé colaboración. Si esta historia se repitiera 24 horas al día durante todo el tiempo, además del vacío desesperado del demandante, se tendrá el agotamiento supino del proveedor. En este juego, las viviencias serán tan diferentes como las personalidades de los involucrados, la preparación y experiencia vital del adulto, el entorno en que se produzcan, las posibilidades y recursos de los que se disponga y el marco de contención que ambos reciban.
El psicoanálisis es, en parte, responsable de que en las mujeres crezcan ideas erróneas sobre su rol y su exigencia. La culpa en la crianza se sostiene en la teoría de que todo paso que se dé repercutirá en la adultez del niño. Su teoría apunta a que los traspiés que una persona tendrá en su vida tienen su origen en la relación que tuvo con la progenitora.
El mundo ha evolucionado y los estudios hay puesto un marco a esa mirada para acuñar el termino más moderno de psiquis familiar, donde el entorno es copartícipe. A la par aparecieron nuevas lecturas que aseguran que una madre aceptablemente buena no es la ideal. Aún más: la perfecta, puede ser negativa para el niño.
También han aparecido corrientes -y la realidad múltiple las potenció- donde los requerimientos del niño no son necesariamente asistidos por las madres. Lo que podría llamarse como habilidades maternales pueden ser ejercidas por personas diferentes que colaboran en la crianza, abarcando al padre, por supuesto, y a otros familiares o asistentes contratados.
Bajo este concepto, se debe aspirar a conseguir un buen desarrollo y cumplimiento de las habilidades maternales en su conjunto, que a contar con una madre que solucione brillantemente todas ellas. Por ello, aliviando la conciencia femenina más exigida, se podría comenzar a pensar en competencias necesarias para el crecimiento del hijo que, en conjunto, pueden cumplimentar en equipo los adultos cercanos. La diversidad, además de relajar la demanda concentrada en un único destinatario, permite enriquecer la experiencia del niño.
Además de mujeres decididamente incapaces desde lo emocional, lo afectivo o lo psicológico para afrontar la formación de un ser humano, existen damas que se boicotean en ese proceso a partir de exigencias construidas socialmente. La culpa que genera no llegar a ser todo lo que se espera, bloquea. La exigencia promueve una conducta de excesivo control sobre el niño para que se vea como se espera y no como es. Esa energía puesta en demostrar más que en vivir con naturalidad lo que sucede, agota aún más que la exigencia normal del rol.
Así es que, para construir una madre saludable, será ventajoso que se olvide de cumplir parámetros preestablecidos, que no sienta que debe hacerlo como otras, que puede innovar con naturalidad y que no debe ser absolutista, porque todo depende del contexto familiar, y el niño no va a tener ninguna secuela si es atendido en su necesidad, independientemente de el ciento por ciento es provisto por la mamá.