Trotsky
I
Una certeza fortalecida en la gimnasia de todas las dudas
hasta dominar el vértigo de precipicios y sepulcros,
y una serenidad más ancha que el ademán de las banderas y los sembradores,
eso opones a la ceguera y al odio,
tú, cuya biografía comienza a ser levadura del mundo
y cuyo solo nombre imanta lo que hay de fierro en nosotros.
Domicilio de honor te fue la cárcel,
como ya es el destierro tu patria de adopción.
Te recuerdo Nicolaiev, casi fuera del mapamundí,
recuerdo tu casi astronómica fuga desde un arrabal del polo
a través de la nieve sin ribera como la sombra
(casi oigo el resuello cansado de los renos incansables)
con fríos que se interesaban por la ebullición de tu alma.
Amigo profundo de los hombres,
eres como un recién venido de la mar
entre mediterráneos que nunca oyeron hablar de ella,
con tu saber de sol que hace fluir las verdades heladas,
con tu pasión que hace trampolín de cada obstáculo.
Donde tú entras los relojes apresuran la marcha.
Se quemaron las naves del pasado sobre las playas vírgenes del alba
cuando amaneció Octubre para siempre,
y el sol descendía a través de todos los cerrojos.
Una vasta esperanza comenzaba ya a colonizar el futuro.
Al fin la preñez dolorosamente larga
las masas daban a luz una época nueva.
Natchalo! Novaia Jizn! Natchalo!
Y tus jornadas eran de veinticuatro horas cabales,
Lev Davidovich.
Domesticador del mundo ya,
el hijo de la mujer es todavía
la fiera del circo de sí mismo.
Mas la economía, esfinge del mal de ojo,
será entendida al fin;
la Necesidad entreabrirá como un capullo sus puños de piedra,
y, para el nuevo crecimiento del hombre,
una matinal armonía será descubierta.
Esa es tu fe y la mía, camarada.
II
Eso canté ayer cuando no todo se veía agachado
porque tú aún estabas en pie,
aunque ya la vanguardia del retroceso
había aprovechado el reflujo de la grande ola
para embarcarse de vuelta hacia el pasado
obligando a la madre Revolución a cuarteles de invierno
y a los padres de Octubre a confesar como propia
la insondable felonía de sus verdugos:
éstos que comenzaron a usar el martillo y la hoz
para cascar toda mollera heterodoxa
y segar en cierne todo sueño insurgente.
(¿Cómo podía calzar la dialéctica de hoy,
con su envergadura de alba y vuelo de golondrina,
en el cerebro occipital del ex seminarista de Gori,
el emir de los neocreyentes y la traición,
con su psicología de lombríz solitaria
que resumía en sí todos los Ivanes,
buscando el éxtasis en el crimen
como otros en las copas o los besos?)
Hasta la carne de bronce de las estatuas
se volvía carne de gallina,
y así el plebiscito del terror y la estupidez fue unánime
en pro del carcelero tocado con gorro frigio.
Fue entonces cuando ya pudieron derribarte a mansalva
excavándote el cráneo de zapapico
como se hace en la montaña para llegar a su cumbre.
Porque el mero paso del gigante,
que conocía todos los caminos, salvo el de la fuga,
obligando al asma y la tos a los enanos
con el viento y el polvo de sus botas de siete leguas
y a agravar su miopía
con su inatajable esgrima de relámpago,
era ya un escándalo en todas las veredas del mundo.
Y entonces el derrumbe fue fácil como arena entre los dedos.
Los jueces pertrechados en sus códigos
como el chacal en su carroña.
Los muros de la historia tapados de cartelones de propaganda.
La brutalidad y el fraude digitados como dos castañuelas,
la plegaria regresando con su joroba y sus rodillas de camello.
El águila de Marx empollando huevos de gansa capitolina.
La policía secreta haciendo de Minotauro en su dédalo.
Y el polvo de las derrotas trocado en incienso.
Ah, perdón, me olvidaba:
el sudario era ofrecido por velo de novia
y la adulación y la delación, prudentes,
dejaban caer su nariz como las calaveras
para defenderse de su propia hedentina.
Todo entre el fervor total de la neofeligresía
y el consenso cómplice de los parroquianos de enfrente
y de su religión, cocota venerable
que mancha sus canas acostándose hasta con los violadores de tumbas.
Digo la mano de izquierda y la diestra de la coexistencia en paz
entre el Edén del fango y la Gamorra florida
cerrando juntos contra ese octavo pecado que resume a los siete:
la epopeya del hambre amotinado por el pensamiento.
Pero ya todo eso comienza a sepultarse solo,
y tú vuelves, Lev Davidovich, acrecido aun,
con la autoridad de la primavera sobre el invierno,
con tu estatura que marca el mayor dintel humano,
con tu frente en que blanquea el alba inminente,
para repetir que ya es hora que el ensueño y la esperanza
hallen su ley terrena como la fisiología y la música,
y que la inteligencia y el corazón beban del mismo vaso
como el ala rizada del cisne repite la forma del lirio,
a fin de que el majestuoso mamífero en dos patas
egrese definitivamente de la prehistoria,
digo que el homo caput inclinatu
se yerga también por dentro.
Luis Franco (1898-1988), poeta argentino
Buenos Aires, 1967
Sugerencias del editor
La casa del Che Guevara en el Barrio de Palermo. Aráoz y Mansilla.
Curiosidades de Palermo. «Ciudad de los obreros», «Villa Alvear».