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San Valentín y otros santos. Del amor, del poder y otras flatulencias

San Valentín y otros santos. Del amor, del poder y otras flatulencias

Del amor, del poder y otras flatulencias

Los hombres con tal comando de sus intestinos que puedan tirarse pedos continuamente a voluntad, de manera tal que produzcan el efecto de una canción.
San Agustín (La ciudad de Dios)

Hay cosas en el amor muy similares a las cuestiones del poder. Del celestial o del terrenal. Aquella bella adolescente, fina y simpática, termina transformándose en ese ser grosero, de rostro descompuesto, pleno de rencor, amargura y frustración. De los sueños y de las utopías primeras, de lo grácil y elegante, de lo contemplativo y transparente, de la sensualidad y el éxtasis, caemos en la sordidez, los vientres abultados, las deformaciones físicas y psíquicas en la mirada desconfiada. Y el eructo repentino. Por supuesto no siempre es así. El amor verdadero, la fugacidad y el instante, deja sus huellas para siempre.

Desde la leyenda de San Valentín, con ofrendas, bodas secretas y persecuciones, pasando por las fiestas Lupercales, el cuerpo especial de los sacerdotes lupercos, los lobos humanos, los faunos y machos cabríos, llegamos a nuestra Santa Sede que termina con el paganismo canonizando a Valentín. Lo convirtió en patrón de los enamorados. Ahora se venden bombones, corazones de plata o azabache, se envían correos electrónicos, se escriben poemas y se piensa que «lo mío será diferente». Y que, naturalmente, es único. En el fondo persiste la carcajada del ritual; continúa, entre los gallegos, con los peliqueiros en honor a los pastores de Fauno Luperco. La vida cotidiana, querido lector, es una emulación de lo tragicómico.

Se suele preguntar qué diferencia hay entre un ladrón y un político. La diferencia, dicen, es que el ladrón nos elige y nosotros elegimos al político. La sabiduría popular, a veces, no deja de ser astuta. Lo que debemos es cuestionar la estrategia de la falsificación ideológica. Echarle la responsabilidad o la culpa de todo al poder es relativamente sencillo. La tarea es interpelar a una sociedad que puede ser de izquierda o de derecha, hacer la vista a un lado ante la impudicia, las persecuciones, la corrupción, la hipocresía o el populismo. Negar lo visible o santificar la frivolidad. El poder es amoral y falsifica la historia. Como aquello de los machos cabríos y el cuchillo ensangrentado en la frente.

Debemos distinguir, como en el amor; lo digno, lo ideal, de lo obsceno. No siempre es fácil verlo, no siempre es fácil. Vivimos una sociedad de consumo global. Y, paralelamente, continuamos con una liturgia de principio de siglo XX. No se hacen lecturas condenatorias, se aprueba, se cierra los ojos y seguimos. El amor es ciego, en lo social no veo. No me di cuenta, me engañaron. No supe, no entendí, no sé que me pasó. Caballeros, vivimos entre intelectuales y profesionales que se graduaron en fábricas de ignorancia, en master de imbéciles.

Gobiernan las corporaciones, los políticos son parte, un engranaje de las corporaciones. Es viejo como el mundo, cambian historias, fachadas, discursos. Pero lo básico es eso. Luego entran las manipulaciones, la política barata, lo mediático, lo aparente. Mientras tanto, en el mundo -pero más en este territorio- se destruye todo. Educación, salud, vida, esperanza, creatividad. Debemos pensar que viví en otro país. Sí, ya sé, hay otros casos, hay otros ejemplos. Bueno, esos los conoce usted. Escriba usted el artículo, pienso usted, comprométase usted. Como en el amor, en la ilusión, en la poética.

En la literatura sobran los ejemplos. Aquel texto maravilloso de John Berger se llama precisamente así: Mierda. Hay una pregunta clásica: ¿Qué es el trono? Pasajes de la literatura universal nos hablarán de los cuescos pero también de la mierda. En lo cotidiano se intenta ocultar, pero los textos clásicos nos abren los ojos y las narices.

Dominique Laporte, en Historia de la mierda , examina un cisma de la Iglesia por un tema de excrementos, cita a Freud, a Goethe, y habla del silencio que suscita esta palabreja. No banalicemos, amigos, el ojo del culo de Quevedo ni los cientos de ejemplos que tenemos en la literatura universal. Laporte nos otorga una mirada sobre el amor, el poder y la flatulencia. Es cuando escribe sobre los retretes. Sabemos que esta carencia de lugar común antaño era general. Y nos recuerda la carta que la duquesa de Orleans, princesa palatina, envió el 9 de octubre de 1694 a la emperatriz de Hannóver.

«Sois muy dichosa de poder cagar cuando queráis, ¡cagad, pues, toda vuestra mierda de golpe!… No ocurre lo mismo aquí, donde estoy obligada a guardar mi cagallón hasta la noche; no hay retretes en las casas al lado del bosque y yo tengo la desgracia de vivir en una de ellas, y, por consiguiente, la molestia de tener que ir a cagar fuera, lo que me enfada, porque me gusta cagar a mi aire, cuando mi culo no se expone a nada. Item todo el mundo nos ve cagar; pasan por allí hombres, mujeres, chicas, chicos, clérigos y suizos… Ya veis que no hay placer sin pena, pues si no tuviera que cagar estaría en Fontainebleau como el pez en el agua.»

Carlos Penelas

Buenos Aires, febrero de 2011


REEDITADO 13-03-2023

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