¿Puede existir arte sin espiritualidad?

Por Miguel Ortemberg, autor de La reencarnación de Buda en Jonte y Lope de Vega

Toda producción artística expresa, de manera deliberada o implícita, una idea del hombre, de la historia, de Dios, de la naturaleza y de la comunidad. Incluso cuando se niega a Dios se lo tiene en cuenta en una cosmovisión. El mundo espiritual abarca la política, las ciencias y, por supuesto, las artes. La literatura como parte de la actividad artística es creadora y recreadora de imaginarios, concepciones del mundo vívido y representaciones del más allá. Nadie que atraviese estos territorios puede tener la pretensión de salir ileso.

Los bautismos, los ritos iniciáticos que se utilizan en distintas culturas para que los niños puedan pasar a la edad adulta, las ceremonias matrimoniales, los milagros de sanación… Todos estos ritos fueron siempre aliados de la creación artística, porque son en sí mismos espacios-tiempo altamente estéticos, con formas cuidadas y precisas. Reside en ellos una permanencia del mundo mágico en el que las cosas suceden si se hacen de cierta forma y en determinado orden. De lo contrario, se diluye su valor real. En estos ritos también se ponen en juego las energías cósmicas. Distintas culturas y religiones utilizan el agua, el aceite, el fuego, la tierra, el aire… Lo hacen de manera distinta y con cargas simbólicas diferentes, pero los cuatro elementos, más el éter, que simboliza el espíritu de Dios, están presentes en prácticamente todas las tradiciones espirituales. El cine, el teatro, la literatura encuentran en estos momentos una gran fuente de inspiración y posibilidades de comunicación con la gente común, que comprende profundamente el significado trascendente de estos momentos vitales.

En mi caso, me considero creyente: creo muy seriamente en el amor y en las posibilidades que éste nos da para trascender la animalidad, expresada por la codicia, el egoísmo, la violencia de todo tipo. Creer en serio es creer en una humanidad que pueda ir más allá de eso. De lo contrario, se cae en un pesimismo histórico. El creyente vive con alegría incluso en medio de la adversidad más absoluta. No quiere decir que no sufre, sino que puede elevarse por encima del sufrimiento.

Esta capacidad de creencia me da una gran apertura y mucha curiosidad. Quién haya leído algo de la basta obra de Mircea Eliade, sobre religiones comparadas, comprende lo enriquecedor que es abrirse al conocimiento de tradiciones distintas de la propia. La existencia en Oriente de religiones basadas en filosofías y no en dogmas nos resulta incomprensible, al igual que el hecho de que algunas ramas del budismo se declaren explícitamente ateas y tengan mojes, monasterios y cultos.

A esto hay que agregar que amo Buenos Aires, soy muy porteño. Cuando comencé a trabajar en la novela imaginé al mismísimo Buda caminando por sus calles y me pregunté qué sentiría, cómo nos vería, cómo lo veríamos. Comencé a documentarme, a leer, a experimentar. El resultado es una historia de aprendizajes, de transiciones, de reencarnaciones en un sentido más allá del literal. Un porteño muy joven aprende de un discípulo tibetano a sentirse parte de un todo sensible e inteligente, de un mundo y un universo que no son solo, ni fundamentalmente, materia para ser apropiada y transformada en objetos de consumo. Al discípulo, en una gran urbe en la que todo está mezclado y todo mantiene su identidad al mismo tiempo, la experiencia le resulta extrema. Como autor, también atravesé mi aprendizaje gracias a esta novela: aprendí que lo importante es hacer obras de arte sin apuro, porque si se busca la perfección en algo, la inquietud de darle visibilidad rápido no es buena. Es más importante la existencia de la obra y del artista que su visibilidad. Y esa obra, antes de darse a conocer, también es para el artista un enorme acto de fe.